Hace mucho tiempo que mi país, Costa Rica, no me hacía ilusión. Mis primeros sentimientos juveniles y patrioteros se fueron debilitando por una educación iconoclasta, crítica, dichosamente liberadora pero que produce también una soledad y una desamparo que ya Sartre había explicado. Pero ese desencanto con mi país se debe sobre todo a que desde que nací y tengo uso de memoria muy pocas cosas que han sucedido aquí me han puesto orgulloso.
Sólo puedo recordar el Premio Nobel, muy idílico en su momento, pero que luego fui descubriendo que encerraba un desprecio por el trabajo en equipo no sólo de los Presidentes de todo Centroamérica sino de los propios funcionarios de ese gobierno.
Al cabo de los años, el portador de esa distinción reveló su peor faceta, la arrogancia, las ansías de poder, la codicia y el desprecio por la gente sencilla.
Al cabo de los años ese premio se nos ha convertido en una carga nacional y su portador es ahora la cara de una élite disfuncional, autista, codiciosa y a menudo antidemocrática.
Otro hecho reciente que recuerdo fue la movilización social para derrotar el intento de esa élite de privatizar el ICE, esa institución emblema de nuestro desarrollo. Eso fue pura resistencia pacífica, primero de los sindicatos y universitarios y luego del país.
Al cabo de los años, nos dimos cuenta que quienes habían impulsado esa reforma, incluido el Presidente de la República habían recibido sobornos de las compañías trasnacionales con intereses en el sector. Para verdades el tiempo.
Pero este domingo 30 de setiembre, esta semana de octubre de 2007, me he sentido feliz de ser parte de esta Costa Rica que quiere volver a ser diferente. Ya lo hemos hecho antes. En 1856 la expansión estadounidense hizo llegar un ejército de filibusteros a Nicaragua, que cayó rendida por sus diferencias internas, el resto de Centroamérica observó pasiva el curso de los acontecimientos. Costa Rica se levantó en armas para detener “la oprobiosa esclavitud” en palabras de Juanito Mora, fue a Nicaragua a luchar, luchó en Rivas y luchó en Santa Rosa y al cabo de un año los campesinos descalzos vencieron a los estadounidenses. Más del 10% de la población nacional murió en esa gesta. La década de 1940 también nos distinguió. Una alianza inédita entre la Iglesia Católica, el gobierno conservador y el Partido Comunista permitió aprobar las reformas sociales: el Código de Trabajo, crear la Universidad de Costa Rica, fundar el sistema de salud, entre otras cosas, y sentar las bases del estado social. En esa misma década dos bandos se enfrentaron en guerra civil, pero la paradoja fue que el bando vencedor entregó el poder al presidente electo, abolió el ejército y continúo la senda iniciada años atrás: nacionalización bancaria, distribución de la tierra a los campesinos, democratización de la electricidad y la telefonía. Mi país disfrutó de un modelo solidario que logró reducir la pobreza, distribuir la riqueza y convertirlo en líder moral en el mundo. Años después los Centroamericanos se desgarraron en guerras civiles para conseguir esto y aún hoy no lo logran.
Pero en las décadas de 1970 y 1980 todo se empezó a derrumbar, corrupción, desgobierno, ajuste estructural, deuda y la codicia, ese perro hambriento que siempre nos acecha. Desde entonces la nueva élite ha querido desmantelar eso que nos distinguió.
Este domingo 30 de setiembre, esta mañana típica de la época, “huele a agua” pero otra cosa está pasando. En el Paseo Colón miles de personas están reunidas por la misma cosa. En medio de los árboles de la avenida, la vista alcanza para darse cuenta que casi un kilometro de una calle de 4 carriles está llena de gente, serán 20.000, 50.000 o serán 100.000, no importa, son muchos más que en las manifestaciones del combo y mucho más de lo que nunca he visto. Nos acercamos a la tarima principal en medio de máscaras, pancartas, arte, risa, ostentando alegría, música. Arriba un anciano, un padre de la Iglesia Católica, de la estirpe de Monseñor Romero, antes de hablarnos de justicia social, se aclara su garganta y con voz de trueno nos pide cantar la patriótica costarricense: “Costa Rica es mi patria querida… La defiendo, la quiero, la adoro y por ella mi vida daría, siempre libre ostentando alegría, de sus hijos será la ilusión.” No pude sostener las lágrimas y lloré como muchos otros a mi lado, de emoción, de alegría, un poco de rabia, pero sobre todo de patria.
Ese día nació esa canción para mí, pero sobre todo la ilusión de que en Costa Rica algo puede cambiar. Podemos ser diferentes otra vez, el mundo nos está observando. Queremos comercio justo, queremos otra globalización, queremos autonomía para decidir qué hacer con nuestras instituciones, queremos cuidar nuestros mares y bosques, queremos tener menos pobres, queremos equidad, oportunidades, trabajo, “no pido eternidades llenas de estrellas blancas. Pido ternura, cena, silencio, pan y casa…” (Hombre, Debravo).
Tengo una bandera, ya raída, con mi estandarte escrito a mano: “Costa Rica libre y solidaria”. La amarro en mi espalda, salgo a la calle, respiro patria. Voy a votar y espero que la mayoría de costarricenses hayan llegado a la misma reflexión. De todas formas algo cambió ya, después de esta semana no somos los mismos. La patria es nuestra ilusión, ostentamos alegría.