lunes, 1 de noviembre de 2010

La geografía del deseo y el exilio

Crecí en un país en guerra. Desde mi oscura fragilidad de niño oía a menudo el retumbo de las bombas, las paredes agrietadas, el polvo en la mesa de la cocina, la violencia colgando de un clavo a la entrada de la casa. La guerra empezó varios años antes de mi nacimiento y aunque no se concebía tregua alguna, supongo que en uno de esos momentos cuando los cañones toman un respiro y los soldados buscan sus amantes, mis padres aprovecharon la oscuridad de una noche sin luna para amarse como si no existiera la guerra.

Pero la guerra volvió y nos transformó a todos en mujeres, niños y hombres oscuros, torpes, con un sabor amargo en la boca y sin otro oficio que la violencia constante y cotidiana en la tele, en el carro, en el parque, en el corredor. Yo sabía que mis padres pertenecían a bandos distintos, eso al principio no parecía importar pero a menudo el padre de mi madre venía a la casa y nos encerraban a nosotros en un cuarto, detrás de esas paredes de madera que filtraban las arañas, la luz y los gritos. Casi me parece escuchar a mi abuelo y mi padre discutiendo y mi madre llorando en silencio.

El día que cumplí diez años se acabó la guerra pero para nosotros no hubo bailes en la calle, ni flores, ni besos volados. Aunque el bando de nuestra madre había vencido, para nosotros la única victoria fue el exilio. Un exilio árido, precedido de más violencia, amargura, llantas que chillaban en la noche, vencidos que desaparecían, rebeldes que claudicaban con el destellar de los bombillos. Mi padre estuvo preso seis meses y cuando salió no era el mismo: el brillo de sus piernas, la sonrisa de sus brazos, la alegría de su espalda ya no estaban, se habían apagado. Salimos del país en agosto de 1983 y así fue como perdí mi primera patria, una geografía conocida, la única hasta entonces.

Los años en el destierro fueron duros: añorando un lugar que creo que nunca existió, idealizado por el tiempo y por la furia de la derrota. Los años de la guerra, los meses de la angustiosa incertidumbre, la violenta persecución y la peregrinación por los desiertos helados hasta nuestro nuevo país nos pusieron a los cuatro un peso imposible de llevar. Mi madre murió de pulmonía poco tiempo después de llegar. Mi padre deambulaba por las noches mascullando nuevos odios, conspirando en los bares con otros exiliados y, a veces, cuando el vino le aclaraba los ojos, le oíamos llorar con gemidos constantes pero silenciosos, como el mar de nuestra infancia, hasta que un ataque de asma le hacía volver a ser el hombre enfurecido que salía por las mañanas al taller. Esa violencia, esa amargura, esa rabia nos educó a mi hermana y a mí. Nos pasábamos la furia de mano en mano hasta que su calor nos empezó a parecer normal, un fuego cotidiano.

Te conocí en el primer año de la universidad. Tus grandes ojos negros, tus dos mechones de pelo azul en la frente, tus pantalones raídos. Ya sabía de memoria tu geografía y cuando te empecé a besar con cuidado fue como reconocer la forma de mis manos en tus caderas, mis labios temblorosos, nerviosos y adolescentes que conocían el camino pero tenían miedo de perderlo. Vos venías de un país tropical como el mío, de violentas herencias pero vos habías salido de tu patria siendo apenas una niña. Tus padres –además- habían tenido mejor suerte y se habían marchado de tu país porque a tu madre le habían ofrecido un puesto en esa universidad donde nos conocimos cuando estudiábamos filosofía.

Como cualquier otro apátrida no dudé un momento cuando me pediste que volviera con vos a ese país tropical anclado en el mar Caribe. Siempre me gustó la idea de vivir en una isla, el lugar de tus primeros afectos. Cuando nos casamos, conseguí un pasaporte igual al tuyo y juntos fuimos construyendo esa patria pequeña, llena de flores en las ventanas, de sillones viejos, parques de amigos y palmeras, libros y cocina caribeña.

Nuestros amigos venían a menudo a nuestra casa y bebían ron hasta tarde; yo casi siempre me quedaba despierto hasta el final mientras vos dormías en mi regazo. Por las mañanas, te sentía cuando despertabas y te miraba de reojo, desnuda frente al espejo, espléndida. Nunca me atrevía a salir de las cobijas sólo por temor a romper ese momento de belleza, tu cuerpo a la luz del amanecer caribeño. Vos fingías cubrir tu piel de crema y te reías cuando me descubrías viéndote petrificado. Por las tardes, te esperaba siempre con un café humeante aunque a menudo te sentabas entre el escritorio y mi silla para forzarme a dejar de trabajar. Así fue como descubrí que la patria es el lugar del deseo.

Pero mi padre había seguido conspirando en el exilio y la dictadura que quería derrocar me terminó derrotando a mí de la manera más cruel. El gobierno de nuestra isla no dudó un momento en buscarme para saldar aquella vieja deuda de armas y pactos de sangre entre los viejos dictadores. La policía me invitó a abandonar el país en veinticuatro horas y yo no supe qué hacer.

Me viste partir con la promesa de volver pronto pero en tus ojos había una mirada extraña, como perdida en el horizonte. Desde ese otro lugar te escribía a menudo, hablábamos por teléfono todos los domingos, pero nuestra carga era muy pesada, la distancia muy grande. Toda la furia, el odio y la violencia que había acumulado en tantos años, terminaron por consumir nuestra patria caribeña.

Cuando me pediste que te dejara de escribir, entendí que mi exilio apenas empezaba. Mi padre me animaba a seguir conspirando, a derrocar ese gobierno tirano, a buscar armas y seguir la senda de las montañas. La guerra parecía ser la única salida, era la única melodía que habíamos aprendido. Pero esa canción sonaba a sangre, a pólvora, a madres muertas, a hombres consumidos por la furia, a ventanas que se rompen.

Una noche, durmiendo en la montaña abrazado de mi fusil, soñé con la imagen de tu cuerpo desnudo por la mañana. Yo te veía desde la ventana y parecías feliz, liberada del odio que mi país, mi barrio, mi familia, mi casa habían sembrado entre nosotros. Vos estabas callada pero tranquila y en tus ojos pude recordar esa alegría que alguna vez tuvimos, cuando éramos una pareja de estudiantes, y supe que ese brillo ya nunca más regresaría. Ni mi furia ni tu silencio podrían traer de vuelta ese país que construimos juntos pero que perdimos con el tiempo.

Cuando desperté entendí que ya no podía seguir así. Sin hacer ruido, dejé mi fusil en el húmedo suelo, abandoné el campamento y caminé hasta la costa, llorando en silencio. Me bañé en el mar por mucho tiempo, tratando de lavar la violencia que me había educado, de perder la furia que ahora sí quemaba mis manos. Entendí que el país de nuestro deseo ya no existía y que mi viaje por tus caderas se había terminado. Tu deseo era ahora una frontera que yo no podía atravesar, un muro que no podía combatir sin consumirme en más violencia. Comprendí que no quería seguir ese camino; había visto la mirada vacía y oscura de aquellos que, como mi padre, se habían dedicado una vida entera a la amarga ruleta del dolor.

Preferí volver al exilio para luego construir un país desde otro lugar. La tristeza me acompañó muchas noches. Mi padre murió poco después. Cuando lancé esas flores sobre su tumba, sentí de pronto una paz extraña y silenciosa: ya no se oían las balas pasar, la fuerza de las puertas azotadas, las ventanas rompiéndose, los gritos desgarrando mi garganta.

Todavía recuerdo a menudo tu cuerpo desnudo en la mañana, te imagino feliz, con tus ojos negros brillando en otros ojos. La geografía del deseo me condujo a mí también a fundar otra patria, ese lugar de los afectos donde la ardiente piedra de la furia ya no existe. Ahora me gusta ver los atardeceres y aprendí que en el Pacífico la luz más bella es a las cinco de la tarde.

Ferdonelo Gecko (Felo A.)
La Boca del Monte, San José,
27 de octubre de 2010.

El lugar de tus lunares

Los maullidos del gato le habían despertado una vez más. En ese extraño lugar entre el sueño y la vigilia, le costaba entender qué estaba pasando, porqué el gato seguía llorando. Le parecía que no era necesario, tenía agua, comida, su cajita de arena…

Recordó que la noche anterior se había encontrado con un viejo amigo que sin saber nada le había preguntado por ella. Eso fue suficiente para desbaratar su elaborado pero frágil silencio. Tomó un trago de cerveza, respiro agitadamente, sacó la carta que le había escrito y guardaba siempre en la bolsa de su camisa. El amigo cerró el entrecejo pero no le quedó más remedio que escucharle:
“Casi desde el mismo día que te conocí, supe que te ibas. Entonces ni siquiera me gustaban los gatos, no tomaba té y francamente era ese otro hombre, oscuro, torpe, el que habitaba mi cuerpo. Mis días transcurrían diligentes entre los libros y la computadora, pero el reloj siempre avanzaba a esa hora fatídica de las cinco de la tarde, cuando las heridas queman como soles. Ese día era particularmente malo, creo que era mayo todavía, y la ansiedad, angustia y desesperación me seguían ganando la partida. Decidí dejar mi laboriosa rutina y terminé tomando un café con dos amigas. Luego fuimos a tu casa. Creo que lo primero que me llamó la atención fue tu forma de comer, completamente a destiempo, eran poco menos de las seis de la tarde. Además estaba en un lugar extraño, con gente que parecía vivir como fuera de este mundo. Por supuesto que mi primera reacción fue callarme, guardar mis pensamientos y escuchar. Seguramente parecía un imbécil ahí sentado sin decir nada. Sólo al final de la tarde me animé a decir un par de cosas, recordé a mi profesora viuda y tendí un puente entre tu trabajo el mío: “…si es cierto, la tesis es como una novia celosa...” Cuando nos despedimos, era evidente que algo había cambiado aunque no nos dijimos nada.

Cuando nos volvimos a encontrar yo bailaba con una bella madrileña, que no entendió porque la dejé en plena pista de baile y con mi cerveza en su mano. Vos te acercaste, me dijiste un par de cosas y sin entender muy bien cómo, ya te había dado mi número de teléfono, casi pude oír como mi cuerpo empezaba a despertar. Te fui a buscar el martes siguiente, con miedo y arrepentimiento. La indecisión sobre el lugar adónde ir dio paso luego a una extraña complicidad.

Desde ese día, una fuerza extraña me habita, me domina. En todas mis reflexiones me repetía lo incoherente de mi situación, no me reconocía, no me creía capaz de mis transgresiones. Vos, sin embargo, te fuiste metiendo en todos mis rincones y mis miedos, me leíste completo, me fuiste ocupando como un musgo suave pero diligente. Mis absurdos ideales de amor, mis modelos estéticos y tantas cosas más se fueron resquebrajando bajo la poderosa acción de tu ternura. Tu cuerpo parecía acoplarse al mío con exactitud milimétrica. Perdí la noción del tiempo, ¿fueron semanas o años?

Fuimos a lugares hermosos, jardines de agua con olor a india dormida. Ráfagas de mar despeinaron tu risa, mis besos mudaron el lugar de tus lunares, mis dedos tatuaron tu olor en mis dobleces. Nunca he querido tanto que la carretera continuara eternamente en su negro discurrir.

Una noche, mis ojos se salieron de nuestros cuerpos y entonces supe que todo había terminado. Esa dolorosa capacidad de ver el final de la historia antes de que ocurra me castiga a menudo. Pero, en las gavetas de mi esperanza seguía creyendo que me había equivocado, que esta vez no había visto correctamente el desenlace. Incluso el mar parecía tratar de convencerme de que esta vez estaba equivocado.

Pero un día viniste a mi casa a pedirme que te ayudara a comprar el tiquete de tu viaje. Yo sabía desde el primer día que te ibas, eso incluso parecía una especie de alivio para mí. Pero las formas misteriosas a veces imitan a dios y al final nada es lo que parecía ser al principio.

Busqué alivio en la meditación, separé mi cabeza del tumultuoso batir de alas de los zopilotes sobre el cadáver y traté de resolverlo reflexivamente. Pero tu ternura estaba grabada en mi lado más humano, tu cuerpo era por supuesto un cedro sembrado en mi recuerdo, tu intensidad y tu inocente tristeza eran más fuertes que mi capacidad de abstracción.

Hoy te fui a despedir, haciendo un esfuerzo para no quererte más, mi cuerpo alerta, todas mis defensas concentradas en la racional batalla de olvidarte. Pero tu alegría, tu risa, los pétalos de tus hombros, los lunares que te sobrevuelan como constelaciones de deseo que buscan un lugar adonde acurrucarse en tu espalda, son más fuertes que yo.

Sé que mañana te vas, siempre lo supe. Entiendo que nuestro transitar fue bello, que cada sonido de tu risa es una bendición para mí, que cada milímetro de tu piel me ha hecho más grande. Te toca viajar, irte, crecer aún más, reacomodar tus ilusiones y perder tus fantasmas. Otras manos recorrerán tu ternura, bañaras otras costas con tu mirada, tus pétalos crecerán bajo otra luz.

Fue bello, eso también lo supe desde el primer momento, el tránsito de tu ternura por mi cauce desvió mis aguas hacia playas más felices. Ahora el denso fluir de los besos renacerá en nuevas espirales…”

El gato me volvió a despertar, esta vez del recuerdo, los maullidos constantes. Lo subo a mi cama, le explico lo que pasó y lo entendemos todo: que el amor es un pacto, un tránsito dialéctico de imposible cadencia, hermoso pero finito. Duele pero trasciende. El gato maúlla, yo escribo, pienso en una espiral, el ciclo del agua que se repite pero nunca es igual, nunca vuelve al lugar inicial. Pero renace, también tiene el don de renacer. Eso es lo único que importa ahora.



Ferdonelo Gecko (Felo A).
La Boca del Monte, San José.
setiembre de 2010.

jueves, 22 de julio de 2010

El beso del Ganges

Seguí tu cauce, agua de néctar que destruye mi tristeza, y me llevó hasta la ciudad. Practiqué mis transparentes habilidades para abrazarte con mis labios y alguno me dijo que tu morada húmeda estaba cerca. Entonces me decidí a mandarte un beso volado y sin coordenadas pero como la neblina que acaricia las altas montañas se dispersó por el aire.

El recuerdo de tu cuerpo tatuado en mis dedos sirvió para encauzar su rumbo, intuía la cercanía de tu risa, pero aún así no fue suficiente para encontrar tu naciente y al fin la turbia ciudad logró confundirle. Sobrevoló los techos, copas de árboles grisáceos, carreteras de negro discurrir, pero como un hilo de agua confundido en un pastizal de verano, se fue secando, fue perdiendo fuerza y altura.

Entonces se decidió a buscar algún otro rostro de mujer, mejilla fecunda para su rocío, y se estrelló cerca de la comisura del labio derecho de una estudiante que pasaba por ahí. La joven sintió una ráfaga de húmeda calidez, se sonrió y pensó sonrojada que tal vez su novio también la estaría deseando.

Nunca entendió que ese beso, flor de nube, sólo pasaba por ahí, perdido, confundido por el derretido fluir de los glaciares himalayos, altas cumbres de pasión. Pero tampoco importaba mucho no saber, la humedad placentera que le subió por el cuerpo fue lo mejor de ese día. Además, el beso podía continuar así su incesante ciclo de agua.

Ferdonello Gueco (cc: Felo Alpízar)
San José, 14 de julio de 2010.

miércoles, 26 de mayo de 2010

¿Otros entretelones del aumento de salarios de los diputados(as)?

Felipe Alpízar R.

La discusión sobre el aumento en el salario de los diputados(as) y su aprobación el pasado lunes 24 de mayo ha provocado una oleada de indignación. Numerosos artículos de opinión en la prensa nacional, comentarios en las redes sociales e insultos callejeros dan cuenta del malestar ciudadano en contra de los(as) legisladores y la propia Asamblea Legislativa. ¿Pero será esto realmente un acto de torpeza, una tontería, una muestra de pésima estrategia política?

Una premisa básica de la sociología política práctica dice que uno no puede suponer que los demás son más tontos que uno mismo. Es decir, que si cualquiera de nosotros se da cuenta de que el gobierno y sus aliados están cometiendo un tremendo error de cálculo político es evidente que ellos también lo saben. Entonces, ¿por qué siguen adelante con el aumento? La primera explicación posible tiene que ver con el característico autismo de nuestra clase política, esa condición patológica de desconexión con la realidad de la que sufren muchos miembros de los partidos políticos tradicionales. Si a esto se le añade la soberbia como rasgo fundamental del liderazgo ejercido los últimos cuatro años, uno podría pensar en estos dos elementos como una explicación posible: no se dan cuenta y si lo hacen no les importa.

Pero aún cuando esto sea cierto, este acto tendrá otras consecuencias, varias de ellas premeditadas. Y seguramente los estrategas del Partido Liberación Nacional y los grupos económicos adyacentes saben muy bien cuáles podrían ser esos efectos. Si algo ha caracterizado a los grupos dominantes es su capacidad de análisis y sus habilidades como estrategas políticos agudos.

Por un lado es evidente que estos hechos desprestigian a los legisladores que han apoyado el aumento, pero también deslegitiman a la Asamblea Legislativa en su conjunto. Esto viene pasando desde hace mucho tiempo, de hecho forma parte de una tendencia global que intenta desprestigiar todos aquellos espacios donde se ejerce la política dentro de reglas relativamente democráticas. ¿Adónde está la oposición al gobierno? ¿Cuál poder se supone que hace contrapeso al Ejecutivo? ¿Adónde se sientan los representantes electos que son críticos con el gobierno y los grupos económicos? Todas esas preguntas, como ya sabe el lector, se responden fácilmente: en la Asamblea Legislativa. De esa manera parece bastante evidente que desprestigiar al Congreso en su conjunto, aunque eso suponga el suicidio político de sus propios legisladores, es una maniobra bastante sensata desde el punto de vista de la clase dominante, es decir el PLN, PML el PUSC y los grupos económicos ligados a la economía internacional. En resumen, la práctica del serrucho, de safarle la tabla y desprestigiar a la Asamblea Legislativa favorece al Poder Ejecutivo y a los poderes económicos (el poder de facto detrás del trono) del país.

Por supuesto que alguien podría responder que el gobierno también necesita al Congreso y que no le sirve una Asamblea Legislativa desprestigiada. Eso puede ser cierto. ¿Pero cuáles leyes que interesan al Gobierno y a la clase dominante aún faltan por ser aprobadas? Por ahora sólo se me ocurre el proyecto de ley para abrir el mercado eléctrico, pues casi todas las demás ya fueron aprobadas en el marco del CAFTA. Pero de todas formas un Congreso desprestigiado pero con mayoría –como el actual- puede aprobar estas leyes. El otro tema supuestamente en la agenda es la reforma fiscal, pero uno pensaría que este asunto tampoco interesa al gobierno ni a los grupos económicos dominantes que dada la estructura tributaria del país pagan pocos impuestos. Como el ejercicio del poder también implica evitar que ciertos temas se discutan o se ejecuten ciertas reformas, parece lógico pensar que en este momento existen fuertes presiones para evitar una reforma fiscal progresiva. De nuevo, se podría suponer que el aumento de los salarios de los diputados(as) le resta legitimidad a la Asamblea Legislativa y debilita las intenciones de realizar la reforma fiscal, pues parece poco probable que el ciudadano común les crea cuando nos digan que hacen faltan sacrificios o que no hay dinero en las arcas del Estado.

Que la política es como un gran teatro, que algunos actores representan ciertos papeles y que existe una especie de guión con una intencionalidad, lo sospechamos desde hace tiempo. Ahora le tocó al Ex Ministro de Hacienda y actual diputado Guillermo Zúñiga el papel del diputado honesto y consciente y a Viviana Martín, jefa de fracción, le tocó ser la mala de la película. Luego, si Laura Chinchilla veta la ley para aumentar el salario de los diputados, será ella la heroína de esta trama. El daño a la Asamblea Legislativa estará hecho y la popularidad de la Presidenta quedará resguardada. Seguiremos sin contrapeso a los poderes fácticos y seguiremos sin reforma fiscal. Pero que siga el teatro, el show debe continuar.

San José, 26 de mayo de 2010.

viernes, 14 de mayo de 2010

El viaje milenario

Para todos los guecos

…Hombres de todo mar y toda tierra. Fértiles vientres de mujer, y cuerpos y más cuerpos, fundiéndose incesantes en otro cuerpo nuevo. Solsticios y equinoccios alumbraron con su cambiante luz, su variocielo, el viaje milenario de mi carne trepando por los siglos y los huesos…
Ángel González

La primera vez que los ví, sólo atiné a mover mi cuello siguiendo el ritmo de sus cuerpos sobre la arena. Me avergonzé del color de mis escamas al ver sus cuerpos torneados por los tambores africanos y los soles amazónicos. Entonces decidí seguirlos adonde fueran, en sus caminatas por la selva húmeda aprendí a colgarme de sus aromas y perdí el miedo a los abismos. Aprendí a columpiarme por mecates deshilachados y llenos de corales, sentí las humedades de las lluvias caribeñas hasta que el musgo empañó mis ventosas.

Así llegué hasta tus costas, donde los vi morir entre soampos, sancudos, cadenas, malaria, corredores de madera y árboles de ilan-ilan. De ellos aprendí también el arte de besar. El movimiento de mi cuello fue acompañado por el tuc tuc de mis labios llamándote.

Me ví sólo, deambulé buscando otros como ellos, mi piel se descoloró conforme subí montañas y el frío me hizo aún más pequeño. Los niños me perseguían intrigados por mi transparencia y mi extraña habilidad. Unos trataron de imitar mi llamado y se perdieron detrás de los labios de alguna niña. Otros me arrancaron la cola con crueldad, sólo para ver como se retorcía en la tierra saltando como si tuviera vida propia. Pero mi cuerpo siempre ha tenido la terquedad de renacer, la avidez de los besos.

Una niña me llevó a su casa y me mostró a los demás como “la lagartija que regala besos”. Hubo quien la corrigió con oficio científico y extrañas palabras en latín. Preferí susurrarle al oído que me gustaba como ella me nombraba, aunque en mis adentros sólo existía un nombre, el que estaba tatuado en la espalda de esos dos cuerpos africanos que me enseñaron el oficio milenario de besar.

Hace mucho que la niña también se fue. Y ahora estoy acá, buscando de nuevo tu nombre, viendóte de lejos. Y sólo cuando la noche te arropa y cubre tus hombros y una extraña luz sale de tus labios y una llama se te prende con olor a risas y piel, sólo entonces me animo a volver a mover mi cuello y lanzarte mis besos, sólo para escuchar tu voz cuando dice: “mirá que lindo ese geco, parece que estuviera regalando besos.”

felo

lunes, 22 de marzo de 2010

tiempos verbales

Estoy descuidando los tiempos verbales,
sigo pensando en plural y presente,
me niego a aceptar que fuimos
y que no somos.
Vivimos, vamos a construir, soñamos,
viajamos, tenemos, son descuidos,
trampas gramaticales
de un amor que se rehúsa a morir.
Y claro, algunos me corrigen
y me aclaran que vivo,
construyo, sueño, viajo, soy.
E incluso puede ser que ellos sepan
conjugar los verbos en los tiempos
y pronombres correctos.
Pero para mí las palabras juegan solas,
tienen fuerza propia,
saben mejor que yo.
Así que mejor dejo que los tiempos
y los pronombres hagan su trabajo,
ya sabré yo si algún día los alcanzo.

felo

viernes, 8 de enero de 2010

Costa Rica o Costa Rota?

Felipe Alpízar R.

Estas últimas semanas de la campaña política de cara a las próximas elecciones de febrero de 2010 vienen cargadas de mensajes, promesas, informaciones y desinformaciones, verdades y mentiras. Así funciona la democracia de audiencia, aquella que se libra en los medios de comunicación. Y a pesar de que el ruido mediático trata de fijar en nuestras mentes cuáles son los “principales problemas” del país, afuera de los medios ocurren otras cosas que también son importantes.

Desenmascar todas las promesas vacías de esta campaña sería una larga tarea y sospecho que los y las costarricense sabe distinguir cuando les mienten o no les dicen toda la verdad. Sin embargo, hay un elemento común a muchos de los problemas que enfrenta el país que no es nombrado o no es tan fácil de identificar. Algunos ejemplos pueden ayudar.

Imagínese que está sentado en un taxi o manejando su propio vehículo en una larga fila, con paciencia y educación, tratando de aguantarse las ganas de hacer sonar la bocina y de pronto un autómovil pasa por la cuneta y se coloca de primero en la fila. Usted siente una cierta rabia, pero se contiene. La persona que maneja el vehículo que se “coló” seguramente pensará que es el más astuto, el más “carga” y que esperar en la fila es un atraso o es de tontos. Obviamente acá hay un desprecio por los demás, por las normas sociales, por la autoridad, cierto cinismo y por supuesto un individualismo egoísta al extremo.

Ahora imagínese que a usted le gusta hacer ejercicio, digamos salir a caminar o andar en bicicleta por la zona de Escazú o Santa Ana. Si usted se da cuenta en estos lugares como en muchos otros, existen casas lujosos con ostentosos carros parqueados en sus cocheras que conviven con otras más humildes, pero lo reto a que encuentre una acera decente por donde caminar. ¿Por qué? ¿Porque los dueños de los condominios o de las casas de lujo no construyeron aceras? Sin entrar a valorar la responsabilidad de la municipalidad, en este ejemplo podemos encontrar la misma actitud egoísta e individualista del anterior caso. El dueño de la casa podría pensar que mientras su propiedad dentro de los altos muros sea bonita y segura, el entorno no importa mucho. Y en esta actitud también hay un desprecio por el otro, el que se ve obligado a caminar por la calle estrecha. Y esto es una manifestación de la cultura del cinismo y el “sálvese quien pueda” características de nuestra sociedad, un irrespeto a las normas sociales de convivencia y por supuesto a las reglas estatales.

Si usted piensa por un momento en otros problemas sociales en estos términos podrá entender otras cosas. Por ejemplo, si piensa en la corrupción como un acto en que un individuo toma recursos que son de todos para su beneficio privado también podría sospecharse de esta misma conducta individualista, donde la única norma que parece prevalecer es ese lema popular que le oí a un taxista el otro día: “primero mis dientes, después mis parientes.”

Y que tal si tratamos de pensar en la inseguridad, un fenómeno complejo sin duda, en estos términos. ¿Será que podemos defendernos sólos, como individuos aislados en una selva de concreto y rejas donde el más fuerte es el que gana? Y que pasa si hay otros más “astutos”, más violentos, mejor armados que nosotros. ¿Qué significa perder la competencia individualista en el tema de la seguridad?

Puede ser que el costarricense siempre haya sido así, egoísta, individualista y enmontañado como diría Constantino Láscariz. No lo sé, pero añorar un pasado donde la convivencia podría haber sido mejor, si lo fue, debería servirnos para entender qué fue lo que se perdió. En los últimos años, informes e investigaciones muy serias han abordado estos temas y dan señales preocupantes, pero muchas de estas cosas están a simple vista. Las relaciones de confianza, reciprocidad, respeto por el vecino y por las normas sociales y estatales son como el cemento que mantiene unidos los bloques de una sociedad. Sin ese cemento, la sociedad se rompe y se cae y provoca aún más dolor y muerte que un terremoto.

En los últimos 30 años en Costa Rica se ha repetido incansablemente el discurso de que el Estado no sirve, de que todos roban, de que los funcionarios públicos son ineptos y de que el único camino posible es buscar el beneficio privado y personal. Esto es un discurso que a fuerza de repetirlo se ha grabado en la mente de las personas y no sólo es importante determinar si es cierto o no. Los ejemplos anteriores intentaban explicar que ese discurso tiene consecuencias y límites y se traduce en problemas cotidianos. Porque el Estado no es sólo un conjunto de instituciones, eficientes o no, sino también la mayor expresión de la voluntad de vivir juntos de acuerdo con unas reglas de convivencia social. Cuando se afirma que el Estado es el problema, que es demasiado grande y se le descuida hasta que termina maltratando a sus ciudadanos (calles malas, platinas, puentes que se caen, personas sin techo o comida), se está dinamitando la confianza de las personas, su voluntad de vivir juntos, de respetar las reglas. Y contribuye, junto con otras cosas, a que las personas piensen que lo mejor es salvarse a como haya lugar, despreciando al Otro. El Otro que llegó tarde al trabajo por las largas filas, el Otro que atropellaron porque no había acera, el Otro que asaltaron.

Prefiero creer que esa actitud de individualismo cínico, de sálvese quien pueda, no está presente en todos los costarricenses y que muchas veces actuamos movidos por otras fuerzas de convivencia social como la solidaridad, la amabilidad, la confianza y el respeto por el Otro. Pero también se debe comprender que las sociedades no son un mercado, ni son una suma de individuos aislados luchando unos contra otros por un beneficio privado, en el que gana el más fuerte. Porque si las sociedades se plantean así, se justifican así y las instituciones funcionan de acuerdo con esa dinámica, no debemos extrañarnos si un día nos toca perder en esta competencia. Porque como individuos aislados no podemos resolver los problemas que son comunes, porque su carro 4x4 no puede pasar por encima de la fila, porque los muros de su condominio nunca serán lo suficientemente altos, y sus armas nunca serán las más fuertes. Y sobre todo porque los “perdedores” en esta competencia son personas como usted, con rostros, sueños e ilusiones.

Lo reto a que busque más ejemplos de este comportamiento individualista en su vida cotidiana y si encuentra un candidato que le parece que tiene la solución a este problema le ruego que me escriba y me diga cuál es.

San José, 8 de enero de 2010.
Correo: felipealpizar@hotmail.com