lunes, 1 de noviembre de 2010

La geografía del deseo y el exilio

Crecí en un país en guerra. Desde mi oscura fragilidad de niño oía a menudo el retumbo de las bombas, las paredes agrietadas, el polvo en la mesa de la cocina, la violencia colgando de un clavo a la entrada de la casa. La guerra empezó varios años antes de mi nacimiento y aunque no se concebía tregua alguna, supongo que en uno de esos momentos cuando los cañones toman un respiro y los soldados buscan sus amantes, mis padres aprovecharon la oscuridad de una noche sin luna para amarse como si no existiera la guerra.

Pero la guerra volvió y nos transformó a todos en mujeres, niños y hombres oscuros, torpes, con un sabor amargo en la boca y sin otro oficio que la violencia constante y cotidiana en la tele, en el carro, en el parque, en el corredor. Yo sabía que mis padres pertenecían a bandos distintos, eso al principio no parecía importar pero a menudo el padre de mi madre venía a la casa y nos encerraban a nosotros en un cuarto, detrás de esas paredes de madera que filtraban las arañas, la luz y los gritos. Casi me parece escuchar a mi abuelo y mi padre discutiendo y mi madre llorando en silencio.

El día que cumplí diez años se acabó la guerra pero para nosotros no hubo bailes en la calle, ni flores, ni besos volados. Aunque el bando de nuestra madre había vencido, para nosotros la única victoria fue el exilio. Un exilio árido, precedido de más violencia, amargura, llantas que chillaban en la noche, vencidos que desaparecían, rebeldes que claudicaban con el destellar de los bombillos. Mi padre estuvo preso seis meses y cuando salió no era el mismo: el brillo de sus piernas, la sonrisa de sus brazos, la alegría de su espalda ya no estaban, se habían apagado. Salimos del país en agosto de 1983 y así fue como perdí mi primera patria, una geografía conocida, la única hasta entonces.

Los años en el destierro fueron duros: añorando un lugar que creo que nunca existió, idealizado por el tiempo y por la furia de la derrota. Los años de la guerra, los meses de la angustiosa incertidumbre, la violenta persecución y la peregrinación por los desiertos helados hasta nuestro nuevo país nos pusieron a los cuatro un peso imposible de llevar. Mi madre murió de pulmonía poco tiempo después de llegar. Mi padre deambulaba por las noches mascullando nuevos odios, conspirando en los bares con otros exiliados y, a veces, cuando el vino le aclaraba los ojos, le oíamos llorar con gemidos constantes pero silenciosos, como el mar de nuestra infancia, hasta que un ataque de asma le hacía volver a ser el hombre enfurecido que salía por las mañanas al taller. Esa violencia, esa amargura, esa rabia nos educó a mi hermana y a mí. Nos pasábamos la furia de mano en mano hasta que su calor nos empezó a parecer normal, un fuego cotidiano.

Te conocí en el primer año de la universidad. Tus grandes ojos negros, tus dos mechones de pelo azul en la frente, tus pantalones raídos. Ya sabía de memoria tu geografía y cuando te empecé a besar con cuidado fue como reconocer la forma de mis manos en tus caderas, mis labios temblorosos, nerviosos y adolescentes que conocían el camino pero tenían miedo de perderlo. Vos venías de un país tropical como el mío, de violentas herencias pero vos habías salido de tu patria siendo apenas una niña. Tus padres –además- habían tenido mejor suerte y se habían marchado de tu país porque a tu madre le habían ofrecido un puesto en esa universidad donde nos conocimos cuando estudiábamos filosofía.

Como cualquier otro apátrida no dudé un momento cuando me pediste que volviera con vos a ese país tropical anclado en el mar Caribe. Siempre me gustó la idea de vivir en una isla, el lugar de tus primeros afectos. Cuando nos casamos, conseguí un pasaporte igual al tuyo y juntos fuimos construyendo esa patria pequeña, llena de flores en las ventanas, de sillones viejos, parques de amigos y palmeras, libros y cocina caribeña.

Nuestros amigos venían a menudo a nuestra casa y bebían ron hasta tarde; yo casi siempre me quedaba despierto hasta el final mientras vos dormías en mi regazo. Por las mañanas, te sentía cuando despertabas y te miraba de reojo, desnuda frente al espejo, espléndida. Nunca me atrevía a salir de las cobijas sólo por temor a romper ese momento de belleza, tu cuerpo a la luz del amanecer caribeño. Vos fingías cubrir tu piel de crema y te reías cuando me descubrías viéndote petrificado. Por las tardes, te esperaba siempre con un café humeante aunque a menudo te sentabas entre el escritorio y mi silla para forzarme a dejar de trabajar. Así fue como descubrí que la patria es el lugar del deseo.

Pero mi padre había seguido conspirando en el exilio y la dictadura que quería derrocar me terminó derrotando a mí de la manera más cruel. El gobierno de nuestra isla no dudó un momento en buscarme para saldar aquella vieja deuda de armas y pactos de sangre entre los viejos dictadores. La policía me invitó a abandonar el país en veinticuatro horas y yo no supe qué hacer.

Me viste partir con la promesa de volver pronto pero en tus ojos había una mirada extraña, como perdida en el horizonte. Desde ese otro lugar te escribía a menudo, hablábamos por teléfono todos los domingos, pero nuestra carga era muy pesada, la distancia muy grande. Toda la furia, el odio y la violencia que había acumulado en tantos años, terminaron por consumir nuestra patria caribeña.

Cuando me pediste que te dejara de escribir, entendí que mi exilio apenas empezaba. Mi padre me animaba a seguir conspirando, a derrocar ese gobierno tirano, a buscar armas y seguir la senda de las montañas. La guerra parecía ser la única salida, era la única melodía que habíamos aprendido. Pero esa canción sonaba a sangre, a pólvora, a madres muertas, a hombres consumidos por la furia, a ventanas que se rompen.

Una noche, durmiendo en la montaña abrazado de mi fusil, soñé con la imagen de tu cuerpo desnudo por la mañana. Yo te veía desde la ventana y parecías feliz, liberada del odio que mi país, mi barrio, mi familia, mi casa habían sembrado entre nosotros. Vos estabas callada pero tranquila y en tus ojos pude recordar esa alegría que alguna vez tuvimos, cuando éramos una pareja de estudiantes, y supe que ese brillo ya nunca más regresaría. Ni mi furia ni tu silencio podrían traer de vuelta ese país que construimos juntos pero que perdimos con el tiempo.

Cuando desperté entendí que ya no podía seguir así. Sin hacer ruido, dejé mi fusil en el húmedo suelo, abandoné el campamento y caminé hasta la costa, llorando en silencio. Me bañé en el mar por mucho tiempo, tratando de lavar la violencia que me había educado, de perder la furia que ahora sí quemaba mis manos. Entendí que el país de nuestro deseo ya no existía y que mi viaje por tus caderas se había terminado. Tu deseo era ahora una frontera que yo no podía atravesar, un muro que no podía combatir sin consumirme en más violencia. Comprendí que no quería seguir ese camino; había visto la mirada vacía y oscura de aquellos que, como mi padre, se habían dedicado una vida entera a la amarga ruleta del dolor.

Preferí volver al exilio para luego construir un país desde otro lugar. La tristeza me acompañó muchas noches. Mi padre murió poco después. Cuando lancé esas flores sobre su tumba, sentí de pronto una paz extraña y silenciosa: ya no se oían las balas pasar, la fuerza de las puertas azotadas, las ventanas rompiéndose, los gritos desgarrando mi garganta.

Todavía recuerdo a menudo tu cuerpo desnudo en la mañana, te imagino feliz, con tus ojos negros brillando en otros ojos. La geografía del deseo me condujo a mí también a fundar otra patria, ese lugar de los afectos donde la ardiente piedra de la furia ya no existe. Ahora me gusta ver los atardeceres y aprendí que en el Pacífico la luz más bella es a las cinco de la tarde.

Ferdonelo Gecko (Felo A.)
La Boca del Monte, San José,
27 de octubre de 2010.

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